Un paseo por Los Puros
Cerezos en flor
Bueno, no os calentéis la cabeza, Los Puros no se trata de una secta religiosa, ni de una ONG, no van por ahí los tiros. Los Puros simplemente es un paraje, un pequeño valle cercano a Murcia, por el fondo del cual corre una rambla o al menos corría hace años y que desde los altos del Relojero y vertiente norte de la sierra de los Villares se precipita a lo largo de tres o cuatro kilómetros en la rambla del puerto del Garruchal de la que es deudor.
El paraje tiene una incuestionable belleza, un algo especial, un duende, algo mágico. Y seguro, seguro, que el nombre tiene algo que ver con ese algo indefinible, con ese misterio que transciende y se intuye. Al fin y al cabo no está tan lejos el Paisaje Lunar, paraje peculiar y mágico también. Así es, y además desde el mismo se pueden admirar el paisaje circundante, un circo de montañas de perfil airoso, al suroeste las boscosas estribaciones de la Sierra de los Villares, las cumbres de la sierra de Columbares hacia el sureste, los dientes o tal vez debería decir la peineta de Los Mamellones cerrando el circo por el este, las estribaciones abruptas del parque del Valle por el noroeste y al norte los farallones rojizos del Puntarrón que se desploman verticales en el valle, y en la rambla del Garruchal, que se abre paso y se precipita entre las altas paredes del desfiladero hasta desembocar en el Reguerón, unos cuantos kilómetros mas adelante, con lo que el circulo queda cerrado. Y como única salida de escape la estrecha y zigzagueante carretera que bordea la rambla del Garruchal, que procedente de Gea y Truyol, viene a desembocar en San José de la Vega y en la costera sur de la vega del Segura, entre Algezares y Beniaján.
Los bancales se escalonan en cascada irregular e interminable, contenidos por sus muros de piedra seca o con motas de tierra, con las variedades características de la huerta murciana, cargados de frutos los árboles, los brillantes huertos de limoneros y de naranjos, el verde-gris de los olivos, y algo mas sorprendente en la zona más alta del valle, parcelas con cerezos en flor.
Al fondo, y en las aterrazadas faldas del valle, casi escondidas detrás de muros y vallas las casas desperdigadas, rodeadas de árboles y huertos, asoman sus tejados y sus acechantes y coloreadas fachadas, que trepan a lo alto en caminos de acceso de pendientes imposibles.
Pues allí estábamos convocados esta mañana por un amigo común, perteneciente como nosotros al grupo de Los Alfonxinos, la quinta o la promoción del curso del 59-60 cuando ingresamos en el Instituto Alfonso X el Sabio de Murcia- los ínclitos, los inconmensurables, los genuinos y únicos-, a una jornada de convivencia, a recordar los viejos tiempos, a rememorar nuestra estancia y pertenencia a ese centro de enseñanza y a ese grupo, descolgándonos ya casi todos en ese tiempo fronterizo de los 65 otoños.
El lugar de la convocatoria, el refugio del susodicho amigo. La excusa: dar la bienvenida a la Primavera, que seca, pero esplendorosa en sus aromas de desbordante azahar, se explaya en la ciudad, en el entorno de la huerta, y en las estribaciones de la cordillera sur, donde se ubica el paraje.
Y para celebrar el evento, habíamos subido preparados con la intención de dar buena cuenta del ágape previsto: migas y paella. Hacía un día soleado pero ventoso, el viento procedente del interior del país era frío, y de cuando en cuando soplaba en fuertes e inmisericordes rachas, y era como el recordatorio de que todo el centro y norte de la península estaba bajo los efectos de una borrasca atlántica que nos traía la lluvia y la nieve, que como siempre quedaría a las puertas de la región, como si un oscuro temor o una terrible maldición les impidiera el paso, advirtiéndonos con sus ventosos coletazos de que el invierno ni mucho menos se da por vencido.
Así que al llegar dejamos los bártulos de los preparativos del ágape, y con ánimo y decisión cerramos nuestros ternos y cazadoras, y haciendo frente a las fuertes rachas de viento nos dirigimos hacia lo alto de Los Puros, a la búsqueda del espectáculo de los cerezos en flor, con la muy sana y loable intención de quemar energías y hacer el ejercicio necesario para poder atacar con más fuerza el refrigerio previsto para el mediodía.
Así transcurría la mañana, y después de llevar a cabo la pequeña excursión en lucha con el viento, descendimos a cotas menos frías y ventosas, pues es sabido que los cerezos para conseguir una producción y rendimiento aceptable deben de estar expuestos a un determinado numero de horas de frío, y en los alrededores de Murcia, ese frío solo se alcanza por encima de determinadas cotas de altitud.
Colmada nuestra curiosidad, y realizadas las preceptivas fotos recordatorias, en vista de que el apetito apremiaba, nos dimos prisa por retornar al refugio y empezar con los preparativos de la comida. Después claro, de tomar un ligero tentempié para afrontar, ya algo mas recuperados, el tramo final de la elaboración de las migas.
Y allí estábamos ya preparando las migas, bromeando entre chanzas, picoteando los aperitivos y trasegando la cerveza o el vino, turnándonos en el desenvolvimiento de la masa, hecha con la extraordinaria, sensual y única harina de trigo del Molino de Felipe(el último molino, el último molinero en activo de la Ribera de los Molinos de Mula, el último de los mohicanos), y que ofrecían feroz resistencia como siempre, a soltarse y a desgranarse, en finas y ligeras migas, con el toque aromático de los ajos fritos en su justo punto, dorados en el aceite de oliva virgen extra de la variedad “hojiblanca”, y sazonada en su justo término, y a las que movíamos y revolvíamos sin cesar, en persistentes y mantenidos movimientos envolventes de rasera en la profunda sartén de hierro, como tenía que ser, dando la vuelta y removiendo, con fuerza y con dulzura a la vez, sacando la masa de lo más profundo, con cariño.
Y así poco a poco, manteniendo el fuego y la presión, con el movimiento persistente de la rasera que oscilaba de uno a otro extremo regodeándose y rebañando las paredes del caldeado recipiente, la masa se fue soltando poco a poco, por la acción del fuego y de la fuerza, abriéndose al calor. Ligero el vapor ascendía lentamente y las migas pugnaban por desgranarse y se reafirmaban, a la vez suaves, sensuales siempre, luchando y resistiéndose ante la fuerza de la rasera. Y la sartén moviéndose al ritmo que se le imprimía, como violín tocado por suave arco, como violonchelo enamorado, como dulce viola hollada, su hierro, ora agitado, como agudo tambor, ora protestando, ora resbalando. En una sinfonía sin fin de contradanza amorosa. Las migas se levantaban y arqueaban, se volvían a resistir, y se abandonaban, caían en cascada al ser movidas y alzadas por la rasera, como granos dorados, como perlas del oriente, como lluvia de estrellas, como huríes del paraíso huyendo de sus acosadores, como cañas agitadas por el viento, como bailarinas atormentadas al ritmo de bulerías, como sauces reflejados en el espejo del agua del río. Y al fin, rendidas y sueltas yacían en el fondo, desmadejadas al fin, jadeando todavía por el esfuerzo de esa contradanza agotadora, ensimismadas. Y entregadas a un último y voluptuoso espasmo, palpitantes, temblando todavía.
Así yacían junto a mí, en la sartén, y al fin como siempre, su resistencia vencida, rendidas y en su punto.
Murcia, 27 de marzo de 2014
P.D.: Con la resaca de las migas, de la paella y del vino de Férez
solo me queda por decir: Misión cumplida.